Sabina Melchiori
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¿Dónde estás ahora? le consultamos desde Mirador Entre Ríos a través de WhatsApp y así situar su presencia en un punto del mapa. “En George Town”, responde a los pocos segundos y, seguidamente, envía su ubicación. Al hacer click, el Google Maps nos lleva a un unnamed road (un camino sin nombre) cercano a una autopista importante que bordea la costa del Estrecho de Malaca. Al alejar un poco el zoom para descubrir otros sitios, nada resulta familiar: Pulau Pinang; Jelutong; Butterworth; Perai. Decepcionados por el escaso conocimiento sobre estas latitudes del mundo, insistimos, alejamos aún más y por primera vez aparecen algunos nombres conocidos para situarnos geográficamente: Malasia; Singapur; Camboya; Tailandia; y Vietnam. Ahí está Martín Davico, el hombre al otro lado del chat.
Davico nació en Gualeguaychú hace 41 años, pero a los 27 comenzó a visitar diferentes rincones del planeta y hoy se puede decir que es “de todos lados un poquito”. En su periplo también ejerce su profesión de Odontólogo y, entre algunas acciones, atendió en Atenas (Grecia) a refugiados de la guerra de Siria.
—¿Dónde estás ahora?
—En el sudeste asiático. Estoy contento porque he podido dar unas charlas de prevención de enfermedades buco dentales en un par de escuelas rurales en una isla de Tailandia. Espero poder ir por más. Me gustaría visitar la India, Pakistán e Irán donde tengo gente amiga. Pero todo a su tiempo.
—¿Tu vida está hecha para viajar?
—Una de las mejores cosas que hay para hacer en esta vida, en mi opinión, es viajar. En este momento de mi vida me lo puedo permitir, trato de aprovechar la oportunidad y vivo viajando.
—¿Cómo empezaste, cuál fue tu primer viaje y de qué manera descubriste que no querías dejar de recorrer el mundo?
—Mi primer gran viaje fue cuando, luego de terminar de estudiar odontología, me fui a vivir a Barcelona. Por ese entonces tenía 27 años y muchas ganas de ir a ver qué pasaba por otros lares. Unos meses antes de irme, tuve la suerte de conocer a unos catalanes que estaban en Gualeguaychú para ver el carnaval y me dijeron “vente para Barcelona tío, que aquí estamos nosotros”. Me introdujeron de lleno en Cataluña. Fui muy afortunado y terminé viviendo allí 12 años.
Desde Europa es mucho más fácil viajar. No solo por la ubicación geográfica y la cercanía de tantos países, sino que la fortaleza del Euro hace todo un poco más asequible. Poco a poco fui haciendo viajes y fui conociendo distintos lugares.
—¿Cómo hacés para costear los viajes?
—Trabajé mucho como odontólogo y eso me permitió ahorrar algo de dinero. Ahora voy solventando mis viajes con eso.
—¿Siempre viajás solo?
—Sí, me encanta viajar solo. Aunque sea una persona muy social, disfruto mucho de la soledad. Sin embargo, cuando viajás lo que menos hacés es estar solo. Hay muchísima gente viajando sola o en grupo, en general muy abierta. Por ejemplo en los hostels, donde la mayoría son viajeros, es un lugar donde se conoce mucha gente.
Sus sitios preferidos
—¿Qué lugares has visitado y cuáles tenés pendientes? ¿Cuál fue tu viaje favorito?
—Viajé por varios países de Europa pero mis preferidos son España e Italia, no sólo por la belleza de sus ciudades, la gastronomía y el clima, sino por la cercanía cultural que tenemos los argentinos con ellos, que a mí personalmente me hacen sentir como en casa. Atravesé casi toda Rusia con el tren Transiberiano, anduve por el desierto de Gobi en Mongolia y llegué hasta la frontera entre Corea del Sur y Corea del Norte. También estuve en Camerún trabajando con una misión de odontólogos de una ONG fundada en Barcelona, y estuve en otra comitiva del Colegio de Odontólogos de Cataluña con la que fui a Atenas para atender a refugiados de la guerra de Siria. En definitiva, le debo mucho a la Universidad de Buenos Aires que me dio la posibilidad de estudiar odontología gratis y con eso, no solo una herramienta para ganarme la vida, sino también para poder viajar ayudando gente.
—¿Algún punto en el planisferio para destacar?
—El país que más me gustó fue Japón, la combinación de lo tradicional con lo moderno, los paisajes, el sentido profundo de lo espiritual en la cultura, y la gran amabilidad y educación que tienen los japoneses.
—Seguramente tendrás miles de anécdota para contar ¿Alguna que recuerdes?
—Se me viene a la cabeza la de Camerún. Estábamos trabajando en un pequeño hospital de un pueblito llamado Djunang y vino una monja a pedirnos si no podíamos ir a una cárcel a atender los presos. Como lo único que podíamos hacer era sacarles las muelas en mal estado, solo llevamos una caja con pinzas y elevadores, que son como una especie de destornilladores que utilizamos los odontólogos para hacer las exodoncias. Eran cuatro mujeres, y yo el único hombre. Cuando llegamos a la cárcel yo esperaba que nos trajeran los presos uno por uno a una habitación, pero no. Nos llevó un guardia al patio donde estaban todos los presidiarios, había más de 100.
Cuando la puerta se abrió y empezamos a caminar entre los reclusos empecé a pensar: “Ahora viene la parte de la película cuando los presos se tiran sobre mis compañeras y yo tengo que saltar a defenderlas” o “esta es la ocasión que estaban esperando para tomarnos de rehenes para hacer un botín”. Improvisamos unas sillas con una mesa donde pusimos las pinzas y los elevadores “la herramienta perfecta para hacer el motín”, pensé. El primer paciente que se sentó en la silla era una mole africana que me señaló una muela del juicio con un importante agujero. Sabía que la extracción podía complicarse. Y así fue, en un momento estaba rodeado de presos que miraban el espectáculo como un entretenimiento. La hora de reloj que me llevó sacar esa muela es una de las cosas que no voy a olvidar. Terminé exhausto, todo contracturado, no paraba de preguntarme “¿Por qué te metiste con un tercer molar?”.
—¿Qué consejo le darías a alguien que recién empieza o tiene tomada la decisión de hacer lo que vos hacés?
—Le diría que por más lejos que uno se vaya, siempre llevará a cuestas su mochila de sus defectos y virtudes. Que si lo aprovechás, viajar te puede dar una visión más amplia de las cosas y ayudarte con eso a relativizar las cosas que te aquejan. Le diría que se ponga a estudiar inglés ya, porque es la lengua que se utiliza en todo el mundo para comunicarse, aunque es verdad que se puede viajar sin saber inglés. Le diría que no tenga miedo en hacerlo, que hay que viajar, y también le aconsejaría que la noche antes de empezar el viaje lea el poema “Itaca” de Constantino Kavafis.
Martín, en el tren Transiberiano: en primera persona
El tren va desde Ekaterimburgo hasta Novosibirsk la capital cultural de Siberia. Falta un solo día para que empiece el otoño boreal y los árboles ya son un crisol de marrones, naranjas y amarillos. Para ahorrar unos rublos viajo en tercera clase, pero también por una razón que no se puede pagar: en estos vagones del Ferrocarril Transiberiano se convive con los ciudadanos de Rusia, la gente que va de a pie. El agua caliente es gratuita y las infusiones y las sopas deshidratadas corren entre los pasajeros a la misma velocidad del tren. Algunos charlan y, como ocurre normalmente, son muy pocos los que leen. Comparto el viaje y la mesa con Pavel, un hombre de 76 años que me pregunta si en Argentina se habla en inglés o en castellano. Este circunstancial compañero me cuenta que apenas se ha bajado del tren en los últimos cuatro días. Su destino final es Vladivostok, la última parada del Transiberiano, la ciudad más oriental de Rusia sobre el mar de Japón. Para amenizar el largo viaje enseño a Pavel algunas fotos de nuestros paisajes. Querer sorprender a un ruso de Siberia con una foto del Glaciar Perito Moreno me recordó a un amigo vasco cuando me quiso impresionar con un chuletón ibérico. Pavel se maravilla y alaba con vehemencia las Cataratas del Iguazú.
Técnicamente hablando, el Ferrocarril Transiberiano no es un tren. Se trata de una red ferroviaria por la que viajan distintos trenes de carga y de pasajeros, y que conecta, atravesando una distancia de más de 9.200 km, desde Moscú hasta Vladivostok. Hay paradas emblemáticas: Moscú, donde comienza el trayecto, y su famosa Plaza Roja con la Catedral de San Basilio y el Mausoleo de Lenin, donde aún se exhibe al público, con la estricta prohibición de sacarle fotos, el cuerpo embalsamado del líder de la Revolución de 1917; Kazán, la capital de la República de Tartaristán, famosa por la convivencia ejemplar y pacífica entre musulmanes y cristianos; Ekaterimburgo con su “Iglesia Sobre La Sangre” que fue construida en el sitio donde fue ejecutado por los bolcheviques Nicolás II, el último zar de Rusia; o Irkutskciudad vecina al lago Baikal, el lago más profundo del planeta con la mayor reserva de agua dulce no congelada del mundo, conocido como el “Ojo azul de Siberia” o “La perla de Asia”.
Nada de mística sobre los rieles del transiberiano. En los vagones de tercera clase se palpa nuestra humana condición con los cinco sentidos. El paisaje que se ve por la ventana ya despierta la nostalgia como todo aquello que vamos dejando atrás. Cada instante se vuelve único, imposible de apresar: los momentos con la gente, los bosques infinitos de Siberia, la variedad de los colores del inminente otoño, la generosidad de los locales para ayudarte en contratiempos, las paradas en los pueblos con los vendedores ambulantes, las risas por las conversaciones imposibles por la barrera del idioma, el desmoronamiento de los prejuicios y las conjeturas erradas, las cosas impagables que nos aporta un viaje.
Mientras el tren sigue su marcha miro el paisaje y converso con Pavel. Intento vivir el momento, tal como exigen en estos tiempos, aunque no esté muy seguro de si sé hacerlo. Una muestra de la dificultad para abordar los días, únicos e irrepetibles, con gracia y gratitud.